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miércoles, 12 de septiembre de 2012

El mosquito del sueño





Los periódicos narraron la plaga de mosquitos con la exaltación propia de cuando no hay otra noticia. Demasiado entusiasmo para las temperaturas que estábamos soportando. Pero el verano no es tiempo de novedades y las únicas crónicas posibles se reducen a fenómenos naturales: incendios, terremotos, y plagas de turistas e insectos en la costa.

Pero era cierto. Por mucho que el arrebato periodístico creara desconfianza al final nos tuvimos que rendir ante lo evidente. Todos los moquitos del planeta se habían dado cita en nuestra localidad y se organizaban en nubecillas demostrando gran capacidad de estrategia. Asaltaban a las victimas tanto dentro como fuera de sus casas  y se escondían entre la hierba para aguijonearlas a traición.  Las centinelas de albahaca que los vecinos apostábamos en el quicio de las ventanas luchaban contra el insecto con sustancia repelente. Los farolillos azules chisporroteaban sin parar.  Ninguno podía con la invasión. 

Regué mis albahacas y pequeñas nubes negras quedaron suspendidas encima de las hojas. Mucho más tarde me desperté en medio de la oscuridad.  Tenía las piernas cubiertas de bultitos que picaban rabiosos. Sin embargo el escozor mas intenso procedía de mi sueño. Todo olía a agrio y  a dulce. Un sueño de cuerpos, de sudor. De carne. Con gemidos, pelos, muslos, pezones…  Buqué al potencial culpable de mi agitación al otro lado de la cama pero recordé que seguía de viaje.  Esa noche las plantas no ahuyentaron la plaga, ni el agua refrescó el patio. Tampoco habría remedio para los ardores.

Pero me equivocaba, aquel verano de mosquitos también lo fue de sexo. Un sexo extraño. Imaginado y escondido entre las sábanas. Un fenómeno de los que no se publican en los periódicos.  La noche era oscura y ardía. Me restregué las piernas contra las sábanas. Los mosquitos habían atacado con ansia de vampiro. Di manotazos al zumbido y me obligué a  volver al sueño de inmediato. Al amasijo de cuerpos y olores y exploré hasta dar con el órgano que andaba buscando: poderoso, rígido y listo para el embiste.

Cuando abrí los ojos de nuevo ya había salido el sol. Y aquel desconocido, propietario  de tan obsequiosa anatomía, había desaparecido con la oscuridad. No podía recordarle, no solo porque perteneciera a un sueño, si no porque durante el trajín de la noche se las había arreglado para esconderme el rostro. Nos habíamos mostrado otras muchas cosas. Yo podría describir aquí su sabor y el contar ciertos secretos, pero lo que no pude es ponerle cara. Solo labios, músculo, lengua... Me levanté y alivié con una ducha el ardor que mosquitos y demás cuerpos extraños habían dejado en mi  cuerpo. Durante la mañana en la oficina todo el mundo se quejó de picor y de haber dormido mal o poco. Se enseñaban unos a otros las picaduras con orgullo. Yo también andaba mordida y muerta de sueño.

Los sueños se volvían cada vez más fieros. El hombre misterioso permanecía erguido y sin rostro durante toda la noche. Satisfacía demandas y conducía mis deseos y el miembro hacia lugares selectos.  Muy a mi pesar regresaba el sol por la mañana, devolviendo la realidad y las consecuencias de los mosquitos. Los periódicos continuaban con su relato épico de la invasión y los vecinos seguíamos el serial sabiéndonos los protagonistas de la ofensiva. No había solución química que los ahuyentara ni telas ni hierbas ni conjuros.
Fui al hospital para que algún médico valorara los destrozos que la plaga me estaba dejando en el cuerpo. Muchos de mis compañeros habían acudido al centro más por seguir el protocolo que confiando resultados. Lo mismo hice yo. Pedir un remedio a la enfermera para los mosquitos y suplicar en silencio que no indagara en los síntomas que provocaba la otra bestia nocturna.

La sala de espera estaba repleta de gente. Todos ellos como yo, acribillados y somnolientos.  Mientras llegaba mi turno especulé sobre los tormentos que impedirían a aquellas gentes dormir por las noches. Hombres, mujeres, ancianas, muchachos, todos parecían retener un secreto entre sus picores.  Yo también tenía algo que esconder. Al menos algo que no podía compartir ni tan siquiera con mi compañero cuando este regresara de su viaje.

La enfermera me untó con una solución calmante las mordeduras, me recomendó cubrirme de ropa por las noches y me recetó un ungüento. Al acabar la cura se quejó del calor, de la plaga, del trabajo y  me preguntó si descansaba por las noches y si había notado alguna perturbación en mis sueños últimamente.
Y comprendí. La prensa había bautizado el suceso a golpe de titular: El mosquito del sueño. Pero ningún periodista reveló en su artículo la verdadera noticia: los sueños lascivos que inoculaba el mosquito.

Mi marido regresó reclamando sus derechos conyugales y pude interponer la excusa de las prescripciones médicas (ropa, ungüentos, descanso) para abandonarme al hombre sin rostro mientras quedaran mosquitos. Enseguida reconocí aquel rubor cuando se levantó. Tenía picaduras por todo el cuerpo y no volvió a sugerirme ningún revolcón hasta bien entrado el otoño. La nueva estación acabó con los mosquitos. Y con los ardores.

Miss Plumtree

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