Los periódicos narraron la plaga
de mosquitos con la exaltación propia de cuando no hay otra noticia. Demasiado
entusiasmo para las temperaturas que estábamos soportando. Pero el verano no es
tiempo de novedades y las únicas crónicas posibles se reducen a fenómenos
naturales: incendios, terremotos, y plagas de turistas e insectos en la costa.
Pero era cierto. Por mucho que el
arrebato periodístico creara desconfianza al final nos tuvimos que rendir ante
lo evidente. Todos los moquitos del planeta se habían dado cita en nuestra
localidad y se organizaban en nubecillas demostrando gran capacidad de
estrategia. Asaltaban a las victimas tanto dentro como fuera de sus casas y se escondían entre la hierba para aguijonearlas
a traición. Las centinelas de albahaca
que los vecinos apostábamos en el quicio de las ventanas luchaban contra el
insecto con sustancia repelente. Los farolillos azules chisporroteaban sin
parar. Ninguno podía con la
invasión.
Regué mis albahacas y pequeñas nubes
negras quedaron suspendidas encima de las hojas. Mucho más tarde me desperté en
medio de la oscuridad. Tenía las piernas
cubiertas de bultitos que picaban rabiosos. Sin embargo el escozor mas intenso
procedía de mi sueño. Todo olía a agrio y
a dulce. Un sueño de cuerpos, de sudor. De carne. Con gemidos, pelos,
muslos, pezones… Buqué al potencial
culpable de mi agitación al otro lado de la cama pero recordé que seguía de
viaje. Esa noche las plantas no
ahuyentaron la plaga, ni el agua refrescó el patio. Tampoco habría remedio para
los ardores.
Pero me equivocaba, aquel verano
de mosquitos también lo fue de sexo. Un sexo extraño. Imaginado y escondido
entre las sábanas. Un fenómeno de los que no se publican en los periódicos. La noche era oscura y ardía. Me restregué las
piernas contra las sábanas. Los mosquitos habían atacado con ansia de vampiro. Di
manotazos al zumbido y me obligué a
volver al sueño de inmediato. Al amasijo de cuerpos y olores y exploré
hasta dar con el órgano que andaba buscando: poderoso, rígido y listo para el
embiste.
Cuando abrí los ojos de nuevo ya había
salido el sol. Y aquel desconocido, propietario de tan obsequiosa anatomía, había desaparecido
con la oscuridad. No podía recordarle, no solo porque perteneciera a un sueño,
si no porque durante el trajín de la noche se las había arreglado para
esconderme el rostro. Nos habíamos mostrado otras muchas cosas. Yo podría
describir aquí su sabor y el contar ciertos secretos, pero lo que no pude es
ponerle cara. Solo labios, músculo, lengua... Me levanté y alivié con una ducha
el ardor que mosquitos y demás cuerpos extraños habían dejado en mi cuerpo. Durante la mañana en la oficina todo
el mundo se quejó de picor y de haber dormido mal o poco. Se enseñaban unos a
otros las picaduras con orgullo. Yo también andaba mordida y muerta de sueño.
Los sueños se volvían cada vez
más fieros. El hombre misterioso permanecía erguido y sin rostro durante toda
la noche. Satisfacía demandas y conducía mis deseos y el miembro hacia lugares
selectos. Muy a mi pesar regresaba el
sol por la mañana, devolviendo la realidad y las consecuencias de los
mosquitos. Los periódicos continuaban con su relato épico de la invasión y los
vecinos seguíamos el serial sabiéndonos los protagonistas de la ofensiva. No
había solución química que los ahuyentara ni telas ni hierbas ni conjuros.
Fui al hospital para que algún
médico valorara los destrozos que la plaga me estaba dejando en el cuerpo.
Muchos de mis compañeros habían acudido al centro más por seguir el protocolo
que confiando resultados. Lo mismo hice yo. Pedir un remedio a la enfermera
para los mosquitos y suplicar en silencio que no indagara en los síntomas que
provocaba la otra bestia nocturna.
La sala de espera estaba repleta
de gente. Todos ellos como yo, acribillados y somnolientos. Mientras llegaba mi turno especulé sobre los
tormentos que impedirían a aquellas gentes dormir por las noches. Hombres,
mujeres, ancianas, muchachos, todos parecían retener un secreto entre sus
picores. Yo también tenía algo que
esconder. Al menos algo que no podía compartir ni tan siquiera con mi compañero
cuando este regresara de su viaje.
La enfermera me untó con una
solución calmante las mordeduras, me recomendó cubrirme de ropa por las noches
y me recetó un ungüento. Al acabar la cura se quejó del calor, de la plaga, del
trabajo y me preguntó si descansaba por
las noches y si había notado alguna perturbación en mis sueños últimamente.
Y comprendí. La prensa había
bautizado el suceso a golpe de titular: El
mosquito del sueño. Pero ningún periodista reveló en su artículo la
verdadera noticia: los sueños lascivos que inoculaba el mosquito.
Mi marido regresó reclamando sus
derechos conyugales y pude interponer la excusa de las prescripciones médicas
(ropa, ungüentos, descanso) para abandonarme al hombre sin rostro mientras
quedaran mosquitos. Enseguida reconocí aquel rubor cuando se levantó. Tenía
picaduras por todo el cuerpo y no volvió a sugerirme ningún revolcón hasta bien
entrado el otoño. La nueva estación acabó con los mosquitos. Y con los ardores.
Miss Plumtree
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